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vecinos complementarios

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El equipo de SISMO se traslada ahora, para seguir trabajando, a orillas del Mondego, a tierra de ranas y chopos, a circunvalar un castillo, tres campanas y otro tiempo y mesura. Nos vamos al Festival de CITEMOR, en Montemor o-velho. Allí nació como idea SISMO y, en muchos sentidos, ahí sigue nutriéndose y aprendiendo de este festival nacido en la Revolución del 74 y que ha sabido regenerarse.

SISMO, entre otros lazos, tiene uno muy especial con Portugal. Vecinos complementarios con los que lastramos una relación enmudecida. No nos declaramos ibéricos, por poco no sabemos ni quienes somos, pero permítasenos tener un pequeño y modesto maestro: Miguel Torga.

Escritor de San Martinho de Anta, médico en Coimbra, hombre de la misma región de Montemor y que supo escribir con lucidez –política y humana- y sencillez. Quizá, a veces, Torga (cardo en portugués, el Miguel se lo puso por Unamuno) se recree en exceso con la mitología ibérica, especialmente con la española, pero está lleno de precisiones, de ética profunda y de mirada propia que no se deja caer en veleidades “contemporáneas”. Aunque no es su mejor texto, este prólogo a su primer libro editado en castellano nos parece un pertinente reflejo de ambos lados de la Península.

Prólogo a la traducción española de Bichos (1940):

Lector de España, amigo:

No puedes imaginar con qué emoción me acerco a ti para presentarme y para presentarte a mi pequeña Arca de Noé. Soy un hijo occidental de la Iberia, Y España ha sido siempre para mí un motivo de orgullo. Desde que un remoto día fui a Santiago de Compostela a ver el Pórtico de la Gloria no he dejado de pisar su suelo ni de pronunciar su nombre con amor. Mi patria cívica acaba en Barca de Alva, pero mi patria telúrica sólo termina en los Pirineos. Llevo en mi pecho angustias que tienen necesidad de la aridez de Castilla, de la tenacidad vasca, de los perfumes de Levante y de la luz de la luna andaluza. Soy, por la gracia de Dios, peninsular. Me consumo en el fuego de esta fe que nos devora, me exalto con las ambiciones desmesuradas de nuestros antepasados, y me hundo en una invencible armada de quimera. Así que hablar contigo, llevándote como credencial este doméstico circo de mi fantasía, me inquieta extraordinariamente. ¿Qué dirás tú, hermano del otro lado de la frontera –tú que posees la gran lección de los bisontes de Altamira, del Rocinante de Don Quijote y del Platero de ese soñador de hoy- qué dirás tú de estos familiares animales portugueses, que carecen de historias, de hazañas, de artificios? Son terrenas y naturales criaturas de Dios, vivas y sensibles como la gente de este lado de la raya y están hechas a imagen y semejanza de nuestra naturaleza humana, atenuada y sencilla. Ese Don Juan Tenorio tuyo, que ha dado la vuelta al mundo, en esta lusitana playa vive en un simple gallinero. Lo anega con una savia real de sana y natural virilidad, pero no origina leyendas. Miura, que tiñe vuestros ruedos de sangre y de alegría, aquí se queda ensimismado con una desesperación emparedada, y medita sobre la renuncia. Vicente, que huye de su casa, y que no llega a ser un pícaro redomado, como un Lazarillo de Tormes o un Guzmán de Alfarache, se posa en una roca y desafía al Creador en silencio. Un contraste tan flagrante que, si no se tiene una vista aguda, puede inducir a error. Parece un abismo de oposición irreductible lo que nos separa y, en el fondo, pintamos la misma verdad con matices diferentes. De la misma manera que, territorialmente, no podemos entender un Iberia sin una costa atlántica en la cual un Tajo toledano venga a deshacerse en luminosidad de esos sombríos colores que le dio el Greco, tampoco podemos comprender el mundo de nuestra naturalidad animal sin admitir que un sapo pueda hacernos confidencias.

No hay duda, amigo lector, de que estar junto a ti me inquieta y me conmueve, y que temo tus opiniones, y que estoy pendiente de tu rostro con cierto recelo. No es porque yo no esté hablando contigo con el alma limpia ni porque no te traiga una ofrenda de autenticidad. La emoción me la produce el estar hablando contigo por primera vez; el miedo a que no recibas bien a mis criaturas es porque sé que nuestro espíritu no siempre está dispuesto a mirar cariñosamente el cuadro inocente del chiquillo que roba un nido.

Tuyo,

Miguel Torga


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